La madera tenía un color caramelo transparente,
brillaba con tanto barniz y parecía recoger la calma entre las betas. Ya
llevaba tiempo tallada, antes de este día que deslumbró de la misma forma,
jugando con las sombras de cualquier lugar por donde pasé mientras no pensaba
en tristezas, casualmente.
Toda la tarde fue igual, llena de colores, y al caer
el sol llegué a ver el río en otro lugar que nunca estuve, arrastrándose con
fuerza por las piedras en un caudal inmenso y salvaje, como si acabara de
brotar, fue entonces, en ese rato, mientras esa vida corría y se llevaba todo
lo que encontrara a su paso, más vida, más agua, más luz, más aire, saludé al
sol en un acto casi de broma, que hacía tiempo que no, y estiré mi cuerpo en
plan sacro para sentir ese algo más que no se es consciente que se pierde.
Al día siguiente, otro día igual en apariencia, la luz
atiborrada de brillos diferentes por los cristales de color, penetraba desde
aquella enorme claraboya de cuando era niño y no entendía nada al mirar hacia arriba cada domingo, dispuesta para que los visitantes pensaran que existe un algo más encima
del tejado, naturalmente existe.
El agua impregnada de letanías salpicó la madera de
color caramelo dando más reflejos en pequeñas perlas esparcidas y desiguales,
pero no sonó ninguna música y menos la que yo querría para mí, la que me
estimula cuando el silencio ya no me dice nada, ni las sonrisas con alguna gota
de agua salada, notar lo que no se nota y estar donde no se está, volar ya
chamuscado en un rito de total armonía, pero en este caso el vehículo
avanzaba lentamente, manteniendo el peso del paso calmado de algunos de los que
veíamos un camino terriblemente conocido al final.
Y entonces surgió el brote emocional, como
un oleaje de abrazos sin cuerpo mientras iba adentrándome en
su territorio, justo cuando la madera de color caramelo se postró ante su
puerta, necesité un pañuelo.
Es la primera vez le que vi rendirse ante ella.
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