Esos cuerpos
celestes, como nosotros, que chocaron por aquí y chocaron por allá, que no
llegaron a desintegrarse juntos pero que lo hacen separados, con tanta fuerza
de expansión, tan cerca, tan dentro y luego tan alejados, chocando y chocando, quizá
más bien rebotando, soltando chispas tremendas que después se fusionan con lo
que parece que es la nada, desperdiciándose en palabras que se escriben en este
mundo y no sirven de mucho por no volver a decir de nada, para que se sepa, como
si las estrellas hablaran, y a mi edad, surgiendo cada vez de nuevo, cuando lo
nuevo vuelve a ser nostalgia y no se acaba, y no se acaba, sólo lentamente,
desquiciantemente, como si todo fuera conocido esperando un fin que rompa la
monotonía del no quererse para quererse, o del odiarse para amarse, o del aborrecerse, o del dejarse, o del estrujarse, o del olvidarse y continuamente recordarse. Eso
somos todos nosotros, la viva imagen de las estrellas que hacen que las lunas
cada día tengan a diferentes horas diferentes caras, y sólo vivo porque quiero quererme.
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