24 noviembre 2006

Viento

Me gusta oír al viento. Anoche dormí con su cantinela. Ese aspecto tenebroso con el que a veces se muestra chocaba brutalmente con los cristales, el silbido colándose por las rendijas de alguna ventana mal cerrada, hacía más cómoda la estancia en casa. Lo noté atacante, agresivo y también, directo a por mí mientras intentaba conciliar el sueño. El calor del edredón, el mecer de la cuna en mi cerebro, el agotamiento físico, las sinfónicas nanas de las que fui testigo, me llevaron durante insuficientes horas al otro mundo en el que seguramente era yo el viento, pero no lo recuerdo. Esta mañana, que parecía no amanecer por lo cerrado del cielo, seguía incesante acompañándose de una lluvia constante y aleatoria dependiendo de sus ráfagas. Un claro otoño que deja su encanto de diferentes formas y nunca a gusto de todos. Una más de esas estaciones del año, de otro año más o debería decir quizás de otro año menos. Con todo lo adverso del tiempo salí anoche y me encontré dando clases de "madurez", o así me sentí. La diferencia de edad cada vez más acuciante con quién te encuentras, te convierte de pupilo en maestro, en sabio por experiencia y no por sabio, en sabio por lo que sea ante los ojos de la inexperiencia. Supongo que el viento para mí es ese sabio al que consulto por haber recorrido tantos paisajes y chocado constantemente con tantos muros, su experiencia de viento, su sabiduría de viento, su rompedor abrazo, su voz, rugido, huracán, tempestad, me llega hasta dentro enseñándome la manera de fluir y meterme en cualquier lado. Es fácil aprender si sabes escuchar y fácil explicarse si te quieren escuchar. Personalizo al viento porque me acompaña siempre, aún en calma. Es lo que me roza, la brisa la siento, aunque cada vez mi piel se hace más vaga para las caricias que necesito. El viento como metáfora, el viento como compañía y maestro, o como un cuento de lo que quisiera o espero y no tengo.

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